PROGRAMA DE ACCIÓN NACIONAL CONTRA LA DESERTIFICACIÓN (España)

3.1. FACTORES Y PROCESOS DE ORIGEN NATURAL Y FÍSICO

El concepto fundamental que permite entender la situación española, es su carácter mediterráneo. Todos los países de este entorno presentan como notas principales la fragilidad de sus ecosistemas y la prolongada explotación a que han sido sometidos por el hombre. Dentro de los factores naturales que inciden en el fenómeno, los factores geomorfológicos (suelos, litología y relieve), la precipitación y la cubierta vegetal presentan condiciones particularmente desfavorables en la vertiente mediterránea española.

 

El relieve de la Península es muy accidentado, constituyendo un rasgo importante la disposición periférica de los relieves más destacados, que envuelven por el norte, este y sur, el centro peninsular. Esta circunstancia, con consecuencias bioclimáticas notables, constituye además un factor relevante de cara al desarrollo. Las consecuencias, tanto ambientales como económico-sociales, de nuestra orografía han influido sobremanera en el proceso de desertificación de la vertiente mediterránea española.

 

Los suelos como recurso de la actividad de la mayor parte de los seres vivos, presentan en el área mediterránea una dispar calidad para mantener sistemas naturales más o menos antropizados, así como para recuperar capacidades naturales cuando cesa un determinado uso sobre ellos. Dicha variabilidad está en función de determinadas características que hacen que presenten cualidades favorables o limitantes a los distintos usos que pueden soportar: agrícola, forestal, conservación ambiental, urbano, industrial y recreativo. Entre las cualidades limitantes presentes en el área mediterránea, se pueden citar la abundante pedregosidad, pequeño espesor, contenido en carbonato de moderado a alto, perfiles esqueléticos o con horizontes antiguos resistentes, texturas y estructuras erosionables o compactas y pesadas. No obstante, como cualidades favorables son

frecuentes texturas y estructuras equilibradas, riqueza en nutrientes y perfiles profundos.

 

Estas cualidades limitantes, o las propiedades que las determinan, están definidas a veces por factores antrópicos, como la fuerte y dilatada presión de uso a que han sido sometidos históricamente en el área que nos ocupa, y otras, por factores naturales como la climatología (estaciones con gran contraste térmico y pluviométrico que favorece el encostramiento de carbonatos), o la litología, como por ejemplo: litologías con altos contenidos en sales como las originadas durante el Terciario en cuencas marinas someras y casi cerradas, litologías de gran dureza que impiden su meteorización y/o el enraizamiento de las especies vegetales, como los potentes bancos calizos y dolomíticos del Mesozoico, o formaciones litológicas no consolidadas (margas y arcillas) que favorecen el desarrollo de manifestaciones erosivas de gran intensidad (regueros, acarcavamientos) una vez iniciado el proceso erosivo.

 

Las precipitaciones son escasas en general, e irregularmente repartidas. La media anual del país es de 650 mm anuales, pero un 32% del territorio recibe únicamente 300 a 500 mm de precipitación anual y, en el sureste español, la media anual es inferior a 300 mm. La convergencia de una serie de factores, derivados de la situación geográfica de la Península, así como de su orografía, determinan el carácter irregular del ciclo hidrológico y el déficit hídrico que registra la mayor parte del territorio. La alta variabilidad pluviométrica, la reiteración de dilatadas sequías estivales y plurianuales y la generación de frecuentes aguaceros de alta energía, crean condiciones muy favorables para los procesos de desertificación.

 

En lo referente a la cubierta vegetal, en un país de historia tan dilatada las acciones humanas sobre el tapiz vegetal han dejado una huella profunda. Sólo desde esta perspectiva histórica puede entenderse la realidad presente del paisaje y los procesos a que se ve sometido.

 

Situándose en el contexto de la vegetación potencial del territorio, entendiéndola como vegetación primitiva, aún no alterada por el hombre, se estima en un 5% la superficie del país con vegetación potencial no arbórea. El resto estaría dominado de forma natural por el arbolado, el 8% por coníferas, 4% por bosques de ribera y el 83% por bosques de fagáceas: encinares, alcornocales, hayedos, robledales y quejigares.

 

Naturalmente en estos cambios se incluyen la puesta en cultivo de las tierras de vocación agrícola, inherente al proceso de desarrollo económico Sin embargo las difíciles condiciones socioeconómicas del pasado, unidas a la fragilidad de los ecosistemas originales, han determinado una excesiva transformación y degradación del medio original. Así, a lo largo de la historia y particularmente durante los períodos de condiciones socioeconómicas desfavorables, se ha producido un desplazamiento de usos del suelo en sentido ascendente. Los usos agrícolas han invadido la zona de vocación ganadera y ésta la de vocación forestal, presentándose unos desequilibrios ecológicos cuya expresión más relevante son los procesos erosivos, consecuencia de los desequilibrios socioeconómicos. La reiteración de períodos desfavorables ha determinado pulsaciones en la invasión ascendente y en el uso inadecuado del suelo, de forma que, aún cuando algunos ecosistemas están en equilibrio más o menos estable, otros se encuentran sometidos a tensión ecológica.

 

En las áreas de mayor fragilidad ecológica original, que están, además, sometidas a mayor presión humana, se presenta la resultante de daños acumulados más importante. Esta situación se da en una buena parte de la vertiente mediterránea española, aunque también está presente en otras áreas geográficas del país. Este proceso histórico se ha desarrollado mediante talas, roturaciones, incendios, sobrepastoreo y cultivos marginales. A menudo estas acciones han sido consideradas causas de la desertificación, no siendo sin embargo más que instrumentos de la respuesta humana a unas condiciones socioeconómicas.

 

En un período reciente, las últimas décadas, se observa, dependiendo de la localización geográfica, una progresiva paralización, e inversión del proceso general descrito. Ello es consecuencia de una coyuntura socioeconómica actual mucho más favorable. Sin embargo, en algunas áreas persiste el proceso de degradación iniciado tiempo atrás que espontáneamente tiende a continuar, y en otras, todavía están activos algunos de sus factores desencadenantes, como por ejemplo los incendios forestales, que han aumentado considerablemente. Procesos como el abandono de tierras agrícolas en los casos en que no se llevan a cabo las medidas de conservación que la situación requiera, o la inadecuada intensificación de algunas explotaciones agrícolas, acentuados en las últimas décadas, contribuyen en determinadas circunstancias a la degradación de las tierras, aun cuando no siempre exista consenso en los diversos sectores acerca del grado de influencia en dicha degradación. Más adelante, al describir los procesos actuales se volverá a incidir sobre este aspecto.

 

3.1.1. ARIDEZ

La aridez climática es una de las principales causas de vulnerabilidad de los suelos frente a los agentes de su degradación, pues determina en el territorio características como, por ejemplo, una cobertura vegetal poco densa, favorecedora de procesos de erosión, o un mayor riesgo de salinización en las zonas irrigadas, que, como veremos más adelante, son dos de los principales problemas de nuestros suelos.

 

España es un país cuyas dos terceras partes aproximadamente corresponden a climas subhúmedo seco, semiárido ó árido6. En el mapa de aridez se definen las clases de clima según el índice de aridez, que es la proporción entre la precipitación real y la evapotranspiración potencial, es decir, aquella parte del agua que las plantas pueden aprovechar y evaporar que es cubierta por la precipitación.

 

Puede decirse que la aridez va aumentando desde el extremo NO hacia el SE, donde sólo llueve de un 5 a un 20% del agua que se evaporaría o se aprovecharía, con zonas húmedas intermedias en las áreas montañosas, cuando la altitud es elevada.

 

Puesto que las áreas susceptibles de desarrollar la desertificación son las áridas, semiáridas y subhúmedas secas, la atención se debe de centrar en ellas, que ocupan casi todo el país, quedando fuera del ámbito de la lucha contra la desertificación tan sólo la Cornisa Cántabro-Pirenaica y las grandes alturas de los Sistemas Central e Ibérico y de los sistemas montañosos de la mitad sur de la Península.

3.1.2. SEQUÍA

Las zonas áridas, semiáridas y subhúmedas secas se caracterizan por precipitaciones escasas en años normales, desigualmente repartidas a lo largo del año, lo que produce en el suelo un déficit hídrico de varios meses de duración. Además, se hacen notar con frecuencia periodos de una mayor escasez de lluvias, que incrementan todavía más el déficit de agua en el suelo.

En el artículo 1, la CLD proporciona una definición de la sequía con un carácter amplio, fruto del consenso en el seno de la negociación de la Convención: fenómeno que se produce naturalmente cuando las lluvias han sido considerablemente inferiores a los niveles normales registrados, causando un agudo desequilibrio hídrico que perjudica los sistemas de producción de recursos de tierras. Por su parte, la Organización Meteorológica Mundial adopta el siguiente criterio: hay sequía en una región cuando la precipitación anual es inferior en un 60% con respecto a los valores normales al menos durante dos años consecutivos y en más del 50% de su territorio.

 

La sequía es recurrente en el Mediterráneo, siendo nuestro país especialmente propenso, por su situación geográfica en relación con la circulación general de la atmósfera, a ser afectado por periodos de larga duración de sequía severa. Cuando la recurrencia, intensidad y persistencia son altas constituye un factor notable de desertificación. Las consecuencias de la sequía afectan tanto al medio ambiente como a los sectores productivos, especialmente a la agricultura.

 

A pesar de la capacidad de adaptación de las zonas áridas y semiáridas, los largos periodos de sequía afectan negativamente a un medio natural sometido a la acción y explotación humana, destacando entre las más relevantes repercusiones ambientales las siguientes:

 

  • Descenso de niveles piezométricos de los acuíferos, consecuencia tanto de la ausencia continuada de recarga como de altos niveles de extracción motivados por el incremento de la demanda.
  • Reducción del flujo mínimo de ríos y de los volúmenes de agua embalsados y desecación de zonas húmedas.
  • Contaminación de cauces y embalses por deficiente dilución de los vertidos de agua sin depurar.
  • Salinización de aguas y de los suelos regados por las mismas.
  • Acumulación de fertilizantes y plaguicidas en los suelos.
  • Incremento de la erosionabilidad del suelo por la degradación edáfica provocada por la aridez persistente.
  • Aumento del riesgo de incendios forestales.
  • Deterioro de las masas forestales.

 

Respecto a este último punto, el elevado déficit de agua en el suelo puede llegar a ocasionar daños en la cubierta vegetal, aun tratándose de vegetación especializada, que posee mecanismos de defensa frente a la sequía. Generalmente, la vegetación se recupera por sí misma cuando deja de existir este fenómeno, siempre y cuando no haya habido otros factores que hayan incidido durante el periodo de sequía, como plagas, enfermedades, etc., lo que es muy frecuente pues el escaso vigor vegetativo en el que se encuentran las plantas durante estos periodos desfavorables aumenta su vulnerabilidad.

 

En cuanto a los daños de la sequía en la agricultura, las consecuencias pueden llegar a ser dramáticas: reducciones drásticas de cosechas, incluso pérdida total, arranques de cultivos permanentes por falta de agua…. A las repercusiones ambientales ya apuntadas se unen las económicas y sociales, sobre todo en términos de pérdida de rentas por la reducción de la producción agraria y su influencia en el empleo agrario, máxime si, por ejemplo en el caso de los cultivos permanentes, significa futuros improductivos de varios años.

 

El periodo de sequía entre los años 1990 y 1995 afectó en mayor o menor medida a la mayor parte del territorio nacional, y en especial a las CC.AA. de Andalucía, Castilla-La Mancha, Murcia, Comunidad Valenciana, Extremadura y Canarias. Durante 1994, según las organizaciones profesionales del sector, la sequía originó en estas CC.AA. pérdidas por un importe superior a 4.000 millones de euros. Todavía no se había iniciado en este periodo de sequía de mediados de los años noventa la incorporación de la cobertura del riesgo de sequía en los seguros agrarios (salvo en el caso del seguro integral de cereales), cuestión que como se verá en el capítulo siguiente (epígrafe 4.3.), supone un gran avance en la sostenibilidad económica de los cultivos de secano.

 

En el año 2004 se inicia otro periodo de sequía en España, que provoca una mayor conciencia, a todos los niveles, de la necesidad de afrontar este problema con la suficiente anticipación.

 

3.1.3. EROSIÓN

El proceso de erosión conlleva la pérdida de material edáfico por la acción del agua de lluvia (erosión hídrica) y/o del viento (erosión eólica). Cuando el agua de lluvia impacta en el suelo va provocando la desagregación de sus componentes estructurales. Esto repercute en la porosidad del suelo, que va progresivamente disminuyendo. Como consecuencia, su tasa de infiltración también disminuye, aumentando así la escorrentía superficial y con ella el poder de remoción y arrastre del suelo. Este mecanismo es más intenso en suelos desprovistos de la acción protectora de la cubierta vegetal, y con características y propiedades poco favorables en cuanto a estructura, textura, permeabilidad, etc., que definen su resistencia a ser desagregado y arrastrado por el

agua de lluvia y la escorrentía.

 

La erosión del suelo es en sí un fenómeno natural que permite el rejuvenecimiento del relieve y la formación de nuevos paisajes, pero la intervención humana hace que el proceso se intensifique como consecuencia de usos y/o prácticas inadecuadas del suelo.

 

Puede decirse que la erosión es un problema global en nuestro país, pero que se concentra en unas zonas más que en otras. El Resumen Nacional de los Mapas de Estados Erosivos, publicados entre 1987 y 2002 por el ICONA y luego por la Dirección General de Conservación de la Naturaleza, muestra que la intensidad del proceso de erosión es superior a los límites tolerables, situando éstos en 12 toneladas de suelo por hectárea y año, en cerca del 46% del territorio nacional (23 millones de hectáreas), y que un 12% del territorio nacional (6 millones de hectáreas) está sometido a erosión muy severa, con arrastres superiores a 50 toneladas de suelo por hectárea y año. Si se tiene en cuenta que la tasa de formación de suelo se estima en una variación entre 2 y 12 toneladas por hectárea y año, se reparará en la magnitud del problema.

 

Estos seis millones de hectáreas con procesos erosivos graves se sitúan en su mayoría dentro de las cuencas hidrográficas de clima mediterráneo-continental, principalmente en las cuencas del Sur, Guadalquivir, Ebro, Tajo y Júcar. En particular, en las cuencas del Guadalquivir y del Sur, el porcentaje de terrenos con pérdidas superiores a 50 t/ha*año supera respectivamente el 31% y el 22% de su superficie.

 

En el año 2001 se iniciaron los trabajos de realización del Inventario Nacional de Erosión de Suelos (INES) con el objetivo de mejorar y actualizar el estudio de la erosión en España y determinar la evolución en el tiempo de los procesos de erosión mediante su inventariación de forma continua. La finalización de los trabajos para inventariar todo el territorio nacional está prevista para 2012, por lo que en la actualidad se cuenta únicamente con resultados parciales que no permiten todavía utilizar esta información con el objetivo de extraer conclusiones para todo el país.

 

Respecto a los efectos del fenómeno erosivo, a los daños producidos sobre el propio suelo erosionado, que disminuyen su capacidad productiva hasta límites que hacen muy difícil y lenta su recuperación, hay que añadir la potenciación de las avenidas catastróficas y de la irregularidad del régimen fluvial, la sedimentación de embalses y la degradación de la calidad de las aguas, como efectos más relevantes. Todos estos efectos, íntimamente relacionados entre sí y, a su vez, estrechamente implicados en el proceso de desertificación, hacen que la erosión se pueda considerar como una de sus principales causas y, al mismo tiempo, síntoma.

3.1.4. INCENDIOS FORESTALES

Los incendios forestales son un fenómeno que en sí mismo es natural en las áreas mediterráneas, cuyo clima y composición florística los favorecen. No obstante, el abandono de los aprovechamientos tradicionales de los montes, causados sobre todo por la despoblación rural, la presión turística y urbanística y otros factores de tipo socioeconómico8 han hecho crecer su número y superficie afectada, superando ampliamente los límites normales de un fenómeno natural. La relación con el concepto de desertificación tal y como es considerado por la CLD es clara: los incendios forestales repetidos son el principal agente de la degradación del suelo por pérdida duradera de vegetación natural.

 

En efecto, los incendios forestales causan la eliminación repentina de la cubierta vegetal del suelo. Si son muy intensos o reiterados sobre la misma superficie, la recuperación de la vegetación resulta muy difícil y el suelo queda desnudo y sometido a la erosión, que si es muy intensa, no permite la regeneración del monte quemado. Aparece entonces en su lugar una agrupación vegetal empobrecida, simplificada, degradada, en fin, cuya evolución natural es extremadamente lenta.

 

Los periodos de sequía, propios de las zonas áridas y semiáridas, elevan considerablemente el riesgo de incendio. La interacción de la sequía con los incendios consiste en que aquélla provoca la pérdida de agua contenida en los tejidos y la leña seca y la materia vegetal muerta acumuladas en el suelo determinan circunstancias explosivas; en estas condiciones la presencia de viento puede ser suficiente para provocar grandes incendios.

 

Sin embargo, en esta misma década se han mantenido la enorme frecuencia de incendios y las grandes extensiones quemadas en el N y NO de la península. En concreto, comparando ambos decenios, el número medio de incendios por año en la década 1986-1995 fue de 14.805 mientras que entre 1996 y 2005, esta cifra alcanzó los 20.887 siniestros de los cuales, casi el 54% tuvieron lugar en la Comunidad Autónoma de Galicia.

 

Es de destacar que, a pesar del aumento en el número de siniestros, la superficie forestal recorrida por el fuego ha disminuido considerablemente de un decenio al otro. Así, en la década 1986-1995, el fuego arrasó una media anual de 2.215 km2 de superficie forestal, mientras que en la década 1996-2005 los incendios en España afectaron a una media de 1.234 km2 cada año, lo que representa unas pérdidas medias anuales (considerando tales pérdidas de productos primarios como de beneficios ambientales), de 242,95 millones de euros en tal periodo.

 

A pesar de la disminución de la superficie recorrida por el fuego en el decenio 1996-2005 respecto al decenio anterior, la tendencia que muestra tanto la superficie forestal recorrida por el fuego como el número de siniestros registrados en el área mediterránea (que considera las Comunidades y Provincias Autónomas costeras con el Mar Mediterráneo incluyendo sus provincias interiores) dentro de la década, es creciente, lo que se explica por gran número de incendios que se registraron en el año 2005, que ha sido el segundo año con mayor número de siniestros de la serie estadística que se inició en 1961. De no haberse producido este hecho, es de suponer que las líneas de tendencia mostrarían que el número de siniestros, tanto conatos como incendios, tendría una tendencia casi horizontal.

 

3.1.5. LA DEGRADACIÓN DE TIERRAS VINCULADA AL USO NO SOSTENIBLE DE LOS RECURSOS HÍDRICOS

Los procesos de degradación de tierras vinculados al uso no sostenible de los recursos hídricos que se señalan como más característicos de la desertificación en el ámbito mediterráneo son la sobreexplotación de los acuíferos y la salinización de suelos, estando la salinización muy ligada a la sobreexplotación de acuíferos. La salinización, que constituye uno de los principales impactos de la escasez de recursos hídricos sobre los suelos se aborda más adelante en el epígrafe 3.3.4. A continuación se describe la situación de las aguas subterráneas y su explotación, de acuerdo al análisis efectuado en el Libro Blanco del Agua en España (Ministerio de Medio Ambiente, 1998).

 

 

Según los datos contenidos en dicho documento, se explotan unos 5.500 hm3 anuales de aguas subterráneas, con los que se atiende al 30% de los abastecimientos urbanos e industriales y el 27% de la superficie de riego. En el conjunto nacional destacan por una mayor utilización de las aguas subterráneas las cuencas del Júcar y del Guadiana. En estas cuencas las extracciones son, en valor medio, superiores a la recarga natural, y en otras, como las del Sur, Segura, Júcar, Cuencas Internas de Cataluña y las Islas, la relación entre el bombeo y la recarga alcanza valores elevados, entre el 50 y el 80%.

 

Refiriéndonos a las distintas unidades hidrogeológicas delimitadas dentro de los ámbitos territoriales de los Planes Hidrológicos, lo usual es que la extracción sea mucho menor que la recarga, pero existe un número importante de unidades, más de un 20% respecto al total, en que la extracción supera la recarga (ratio>1) o está próxima a ella (ratio entre 0,8 y 1). La distribución espacial del fenómeno es muy clara: además de en las islas, se produce en todo el mediterráneo español y Andalucía, concentrándose fundamentalmente en el sureste (Murcia, Almería, y Alicante) y en la llanura manchega (Ciudad Real y Albacete). Del resto, sólo aparece como problemática la situación de la región de los Arenales, en la cuenca del Duero.

 

En la evaluación realizada en el Libro Blanco del Agua, el total de las unidades consideradas en principio problemáticas soporta unas extracciones totales del orden de 3.900 hm3/año, lo que supone más de la mitad de las extracciones totales en todas las unidades hidrogeológicas de España.

 

El déficit hídrico resultante del primer grupo (ratio>1) es de unos 2.000 hm3/año. Esos volúmenes que exceden el recurso renovable, y que por tanto provienen de las reservas se extraen mediante decenas de miles de captaciones, y se aplican básicamente al regadío y, en mucha menor medida, al abastecimiento (archipiélagos, las ciudades de Almería y Albacete, etc.). Con frecuencia, al problema cuantitativo se superponen problemas de calidad por intrusión marina (campo de Dalías) o movilización de aguas profundas salobres lixiviadas (cuenca del Segura).

 

La explotación de los acuíferos produce descensos en sus niveles piezométricos y en los caudales de ríos y manantiales que los drenan. Si los acuíferos son pequeños este efecto puede apreciarse transcurridos algunos meses o pocos años. En el caso de bombeos discontinuos, como sucede con los riegos, una parte importante de la afección se puede trasladar a los meses en los que se demanda menos agua superficial, con lo que es posible aumentar las disponibilidades reales del recurso. En el caso de acuíferos grandes, en los que la inercia es mayor, el efecto puede tardar años en manifestarse.

 

Salvo excepciones planificadas y coordinadas, la explotación correcta de las aguas subterráneas debe basarse, teniendo en cuenta su valor estratégico, en la utilización de los recursos renovables y no en la extracción continuada de reservas, es decir, en que los bombeos no superen la recarga del acuífero. Ahora bien, esta consideración no debe llevar al extremo de condenar toda gestión hídrica que implique extracción de reservas. De hecho, cualquier explotación de aguas subterráneas requiere fases transitorias de desequilibrio, en las que parte del volumen aprovechado procede de reservas. Sólo si la disminución de las reservas se prolonga excesivamente, sin que se haya planificado su estabilización o recuperación, cabría presumir que existe una sobreexplotación.

 

El concepto de sobreexplotación aplicado a acuíferos no es fácil de definir. Algunas veces se asocia a una explotación que hace disminuir las reservas, y otras, más genéricamente, a una explotación excesiva con consecuencias indeseables para los usuarios del acuífero o para terceros, línea conceptual que es la seguida por nuestra reglamentación.

 

Los tipos de efectos desfavorables que podrían hacer presumir una sobreexplotación son variados: a) hidrológicos, derivados de un descenso continuado de los niveles, que puede conllevar una reducción en el caudal de los pozos, b) en la calidad del agua, deteriorada por contacto con niveles de peor calidad o por intrusión salina en acuíferos costeros, c) económicos, por aumento del coste de energía de bombeo, al tener que elevar desde mayores profundidades y con menores caudales, y de costes de inversión por re perforación de pozos y sustitución de equipos de bombeo,              d) medioambientales, inducidos en manantiales, ríos, zonas húmedas, masas de freatofitas, y ecosistemas asociados, por el descenso de niveles en acuíferos vinculados a dichos espacios y e) morfológicos y geotécnicos, por fenómenos de subsidiencia o hundimientos, ocasionados por el descenso de los niveles.

 

En la legislación española, el concepto de sobreexplotación se define en el artículo 171.2 del Reglamento del Dominio Público Hidráulico. Hasta la fecha, en las cuencas intercomunitarias se han declarado provisional o definitivamente como sobreexplotadas 15 unidades hidrogeológicas (sólo 2 de ellas han alcanzado la declaración definitiva, las de los Campos de Montiel y la Mancha Occidental).

 

Por otro lado, con objeto de analizar las unidades hidrogeológicas en las que se han detectado problemas de sobreexplotación o salinización, y con la finalidad de que se pudiese definir y programar la ordenación de las extracciones en tales acuíferos, en el Libro Blanco de las Aguas Subterráneas en España (MOPTMA-MINER, 1994) se planteó un programa sobre “Acuíferos con problemas de sobreexplotación o salinización”.

 

En relación con la calidad de las aguas subterráneas los principales problemas detectados son la contaminación debida a nitratos, metales pesados y compuestos orgánicos y la salinización, siendo este último el que se encuentra más vinculado a la desertificación.

 

El origen del problema de la salinización de acuíferos puede ser debido a la influencia de los materiales por los que circula el agua (yesos o evaporitas), a la recirculación de aguas de riego, cargadas de sales añadidas en los tratamientos agrícolas a las que se suman las sales disueltas del suelo, o a la intrusión marina, provocada por la invasión del agua de mar en los acuíferos costeros cuando se realizan bombeos excesivos.

 

En el Mediterráneo oriental la intrusión se presenta de forma bastante generalizada. En otros casos la contaminación salina es meramente local y afecta a zonas concretas muy próximas a los bombeos.

Leer articulo completo: http://www.unccd.int/ActionProgrammes/spain-spa2008.pdf